Murió Celina González y
con el deceso dejaron de padecer ella y su público esa “larga enfermedad” con
que los medios de difusión cubanos mantienen la patética costumbre de llamar
pocas veces las cosas por su nombre.
Más allá de parecer
pecaminoso nombrar un mal, la distancia de la artista de los escenarios durante
años y el delicado estado físico que hacían evitar mostrarla demasiado en
televisión provocaron que sus paisanos, sin olvidarla, no la
recordaran como cuando cantaba.
De todas maneras, a
Celina, como tenencia, ya no le hacía falta ni el nombre; bastaba oír su voz
para sentir que un aire fresco y enérgico recorría los campos de Cuba, se
introducía por puertas y ventanas, contagiaba a todos y fomentaba una fama no
amenazada hasta hoy por nada, ni por nadie.
Cuando a finales de la
década del 40 del pasado siglo Ñico Saquito se llevó con él a Celina y el
guitarrista, compositor y segunda voz guantanamero Reutilio Domínguez para
presentarlos en el mundo artístico de la ciudad de La Habana, ya la pareja
había trascendido a través de la Cadena Oriental de Radio, un referente
importante en la región del este del país.
Los intérpretes habían comenzado a cantar a dúo, cuando la comprensión por la
música se confundió con la afinidad de sentimientos y nació un amor común que
lo llevaba a él a bordar y coser los trajes de ambos para sus
presentaciones.
Casi dos décadas después,
ella proyecta la carrera de solista que conocieron las últimas generaciones de
su país, esas que colocaron los temas Que viva Changó y Yo soy el
punto cubano en un altar de la música campesina, con evocaciones de una
intérprete cubierta casi siempre con vestidos, adornada con aretes largos y un
movimiento de manos que invitaba a que la audiencia a corear las canciones.
El próximo cambio
importante en la carrera de la cantante fue su unión con Lázaro Reutilio, su
hijo, algo que le permitió a él relanzar su pobre imagen artística, pero que lo
hizo deslucir y empañar el noble propósito de la madre de revivir los éxitos
musicales que logró ella con su esposo, amén de la nominación en el 2001 al
Grammy Latino por el disco “50 años como una reina”.
No pecaba con sentirse como la llamaban, reina, un apelativo que nadie podrá quitarle sin malas intenciones, como nadie
puede arrebatarle a Benny Moré y Celia Cruz la condición de mejores soneros en
la rica historia musical de la mayor de las Antillas.
Celina gozó a plenitud de
la estimación de quien supo que como ella no había quien trasmitiera el
alma de la música campesina, hoy de luto por el adiós de su soberana.
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