La visita del Papa Francisco
a Cuba hizo rememorar aquella antológica frase de Juan Pablo II en la que
deseaba que este país se abriera al mundo, y viceversa.
Desde la propia invitación
cursada al Sumo Pontífice de la Iglesia Católica para que estuviera en la mayor
de las Antillas hubo continuidad de la
política gubernamental de acercamiento entre la Iglesia y el Estado, mientras
los cuatro días de permanencia del vicario cerca de los cubanos fue casi una
apoteosis de tolerancia, comprensión y agradecimiento institucional y público.
Si uno se pregunta por qué
tanta gente deseaba la visita apostólica del Jefe de Estado del Vaticano aquí
tendría que responderse a partir del necesario respeto a las creencias, el
deseo de entendimiento, las manifestaciones de fe y hasta la ocurrencia de
milagros.
Para algunos lo milagroso comenzó
con el indulto de más de 3 mil reclusos cubanos poco antes de la llegada del
Papa y a solicitud suya; para otros había empezado con la posible influencia
del religioso como mediador en el diálogo que durante 18 meses sostuvieron La
Habana y Washington para tratar de normalizar relaciones bilaterales demasiado tiempo laceradas.
Tampoco faltan quienes le atribuyen
rol de precursor, por el hecho de anunciarse después de su partida hacia los
Estados Unidos el acuerdo de Justicia Transicional entre las partes que
intervienen en los diálogos de concordia para Colombia.
Ya Su Santidad había
considerado en la misa que ofició en la capital cubana que “no tenemos derecho a permitirnos
otro fracaso más en este camino de paz y reconciliación”, causando un inmediato sentimiento de aprobación y
simpatía.
Posturas e interpretaciones
tales han hecho pensar y decir en muchos lados que el actual Papa es o parece
más político que religioso, algo
también basado en sus cuestionamientos a la distribución de la riqueza y su
oposición al descarte social y a la pobreza.
De cualquier manera, la
verdadera política del Papa está en su visión abarcadora de las cosas y el deseo
de transformarlas en nombre del catolicismo a favor de perdedores, abusados,
excluidos, incomprendidos y quienes deciden abrazar la idea de que de un
segundo a otro la vida puede ser mejor.
Por eso los asistentes a las
misas del Sumo Pontífice, los presentes dentro de los templos y en derredor y los telespectadores
se mostraron tan efusivos frente a los discursos impresos o improvisados de
quien habló del valor de la familia, la amistad, la necesidad de revolucionar
la ternura y el derecho de soñar, soñar y volver a soñar.
En concepto de protección,
fue emotivo escuchar al Jefe del Estado del Vaticano cuando dijo que “la
patria cubana
nació y creció al calor de la devoción a la Virgen de la Caridad”,
la que desde el Santuario
del Cobre “custodia nuestras raíces, nuestra identidad, para
que no nos perdamos en caminos de desesperanza”.
Lo dicho y hecho por Jorge
Mario Bergoglio en este país responde
a su declaración de que “…se sirve a las
personas, no a las ideas”, una expresión perturbadora para ciertos olvidados de
que no hay nadie completamente desideologizado, y de que por delante de la
conciencia, siempre estuvo el ser.
El valor definitivo de la
visita del Papa Francisco en una nación que cambió el carácter ateo del Estado por
el laico en la Constitución de la República radica en el credo popular, ahora
reforzado, de que la esperanza renueva, la fe eleva y los prodigios existen.