Todavía no he llorado por Matthew. Sin salir del todo
del golpe asestado por el huracán y con un sistema de trabajo demencial por
estos días, he preferido sentir que respiro y que la vida, más que incertidumbre,
es luz.
Tantas personas rezaron por mí, los míos, mi pueblo, y
tantas confesaron haber llorado después
del azote del ciclón a Baracoa que no he
podido liberar en llanto lo emocional en mí. Es una trampa de la que sé que al
salir puedo golpearme.
Ya me golpeó el viento, la lluvia, la furia, mi casa
destruida, la Primera Villa de Cuba arrasada y casi sin verdor, la certeza de
saber que pronto tendré que asimilar de veras las consecuencias de una pérdida
invaluable.
Alguien pensará que debería avergonzarme que mis
lágrimas estén en otros. Ni lo reprocho ni lo entiendo, porque cada cual sentirá
a su manera lo mismo las secuelas de un desastre que el valor de la telenovela.
He comprobado en poco más de una semana que, por
suerte, el dolor ajeno no siempre es tan distante, y que los amigos pueden hacer por
uno tanto como la familia, y a veces más.
No voy a llorar porque sí, o porque no (me da la gana),
aunque en estos momentos sienta por primera vez que algo acuoso me quiere
nublar los ojos.