Hoy
tampoco tengo el regalo que hubiera querido entregarle a mi madre. Digo
tampoco porque si tenerla es invaluable, no creo poseer lo suficiente
para hacerla sentir reina.Puede ser una actitud egoísta en mí, porque en definitiva quien haya procreado lo que necesita y busca es amor correspondido entre el tronco y las ramas del árbol.
Este domingo mi mamá olvidará nuevamente su condición de homenajeada en casa, volverá a ser la última en sentarse a la mesa para degustar el plato elaborado a base de la gallina criolla que le llevé hace dos días, y alimentará la costumbre de comerse lo que, por elección, casi nadie preferiría.
Es una rutina difícil de cambiar cuando se sabe que las madres quieren tanto a los hijos que si por ellas fuera dictaran todo el tiempo lo por hacer de manera acertada e incuestionable, según consideren ellas.
Nada de eso lamento los segundos domingos de mayo; lamento que mi madre no sepa cuánto es para mí a falta de demostrarlo; que desconozca que me inspira crónicas no llegadas a sus manos ni escuchadas por aviso previo; que después de niño no haya podido decirle que la quiero como se lo he dicho a otra mujer.
Vivo con la zozobra de que un día me abandone ya sin tiempo de que el hijo repare lo irremediable, y con la alentadora sospecha de que lo no confesado a ella está registrado en su memoria hace mucho más tiempo del que yo pueda haber imaginado.
Después de todo, con palabras dichas o por decir, lo que más me agradece mi madre es comprobar lo que he legado de ella.
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