Al fin puedo comprar un auto de lujo en Cuba. La
posibilidad de andar a la moderna y dejar los recorridos a pie ya no es un
sueño, sino algo alucinante, como
acostarse siendo pobre y despertar siendo rico.
De niño tuve un triciclo y de adulto ni Lada ni
Moskovich, pero ahora podría manejar un Peugeot si desearlo hasta 260 mil veces
valiera poseer la misma cantidad de dólares.
Solo temo pensar como Calderón de la Barca que los
sueños, sueños son; que los cuentos de hada y sus maravillas son eso, cuentos;
y que la realidad del país donde vivo se parezca tanto a lo surreal.
Pensándolo bien, mejor apelo al recuerdo de los años en
que aprendí dando pedales a acelerar o detener la marcha de tres ruedas cuando
lo necesitaba, más que cuando lo quería.
Después de todo, esta es mi Cuba, donde “estar en
China” no siempre significa encontrarse “en la Luna de Valencia”, y puede que
sí poner la mente en hacerse de una Flying Pigeon, para rodar y rodar, quién
sabe hasta cuándo, quién hasta dónde.
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