He vuelto a ver en la tele Romeo y Julieta y he lagrimeado. Casi me avergüenza decirlo, aunque no si asocio contextos y recuerdo cuando alguien me dijo que hay que ser muy hombre para pedir perdón.
No culparé de mis lágrimas al romanticismo, al desánimo
que causan encierros demorados como el que padecía en casa por enfermedad, ni a
la libertad de encontrarme solo al disfrutar la historia que entrelaza a Motescos
y Capuletos.
En todo caso, culpo a mi gusto, a mi naturaleza, a la conjunción
literatura-cine y a diferenciar un buen audiovisual entre la tanta mediocridad y
basura con que nos bombardean desde pantallas de cine y televisión en todo el
mundo.
Concluida la versión fílmica de Zeffirelli sobre los enamorados
que sacrifican por amor sus vidas, se lee que ante la tragedia del deceso
casi simultáneo de la pareja el Sol no quiso salir ese día.
Al levantarme del asiento para escribir estas líneas,
un haz luminoso del astro rey daba justo encima de la hoja en blanco. No hizo
falta más.
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