A Cuba se le puede llevar con azúcar, café, tabaco y ron. El Che la saboreaba degustando un buen café, y Winston Churchill acuñó que la tenía siempre en sus labios, porque los puros habanos eran parte de sus rutinas.
Asimilar un país es respirar su paisaje, su gente y su cultura. Así puede estar muy cerca un lugar situado en otro continente, o muy distante la región que habitamos sin descubrirla.
Cualquier rincón geográfico, si resulta familiar, puede servir de hogar. Por eso Cuba puede estar en Baracoa o en Alaska, y Baracoa en Dominicana o en la pampa argentina, aunque estrangule la nostalgia.
Una vez leí que la primera definición de nostalgia es patria. Percepción aparte, puede haber tristeza melancólica sin saberse bien dónde nace, dónde se esconde y el por qué de sus repentinos asaltos.
Sí es cierto que estar lejos de casa, aún dentro de ella, es como extraviar la niñez. Si nadie quisiera abandonar la plaza en que vino al mundo es por la simple razón de que allí se oxigenó y echó raíces.
Hoy, cuando Cuba es un mar de preguntas más que de respuestas, la gente habla de ella endulzándola, renegándola o soñando con un país por el cual ni se quiere hacer a veces.
Con esas actitudes, según el caso, el mundo propio se almibara, contamina o erige sobre un espacio ilusorio encerrado en cristales a través de los cuales no podrá mirarse.
Creo que para amar a un país vale ser como son padres e hijos: unas veces amorosos, otras, resignados o escépticos, aunque siempre esperanzados en que un día cambiarán las cosas.
Cuba es demasiado para ignorarla. Entre cielo y tierra, entre océano y costas, está en boca de todos por lo increíble de su existencia y por esos misteriosos olores sentidos incluso muy a distancia.
De maneras todas, revivirla no debe significar deseo de cargarla como a un bebé, ni pronunciarla porque sí. Hay quienes prefieren llevarla en los labios cuando la dicen; yo prefiero llevarla cuando la beso.
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