Un domingo de lluvia es como un día estropeado. O como
ocasión para el regreso de esa rara sensación de placer que sentimos mientras cae
el agua.
Yo, que preví levantarme hoy a las 6:10 a.m, desperté
poco antes con el familiar sonido de un aguacero sobre las tejas de zinc del
techo de mi casa. “Sigue la lluvia”, me dije, pero sin imaginar que sería otro
de esos días en que amenaza con lo incesante.
En minutos, y en horas, Baracoa se hizo agua. La gente
eran barcos varados en portales y tras ventanas; las calles, como siempre, eran
arroyos contenidos por falta de drenaje. Así lo vi caminando con una toalla
encima, zigzagueante, de salto en salto, de salpica en salpica.
Para mí lo repetitivo había sido que desde temprano
quisiera hacer una foto, y que a pesar de haber “inundado” de agua el sitio digital
para el cual laboro con varias crónicas sobre la lluvia, me naciera hacer otra.
Ahora, con el cielo gris sobre la ciudad a lo
londidense y al final de estas letras, reparo en que otra vez me humedezco, me mojo,
me empapo, y casi sin importarme. Sin darme cuenta.