Cuba entera le debe al Che. No es cuestión de si se le
quiere, de si se aplauden todos sus actos y se agradece su existencia. Es
cuestión de reconocer que estuvo en un período crucial de la historia del
país, y de que por mucho que se intente
es imposible imaginar sin él lo que hubiera sucedido desde el desembarco de un
yate en el oriente de la nación hasta el canto de victoria del primer día de
1959.
En unas horas hará medio siglo que la muerte de aquel
hombre comenzara a transformarlo en mito. Pero los cubanos conmemoramos hace
demasiado tiempo en la fecha de hoy la pérdida de esa vida, entre otras cosas
porque pareció difícil desplazar del sentir colectivo la idea de que la
desaparición del héroe se produjo en un momento distinto al que se divulgó durante
más de dos décadas.
Así son los pueblos, y así, a veces, las reafirmaciones
de un suceso. Algunos siguen hablando de caída en combate y otros lo aceptan,
sin saber o pensar en el daño que hacen los encubrimientos históricos, sobre
todo mantenidos por los medios de comunicación.
No puedo entender que se hable de la muerte de un
hombre y no de su captura cuando combatía y se quedó sin recursos para
defenderse. Tampoco creo que valga el contrasentido de que alguien pueda morir
dos veces y en diferentes fechas, cuando se sabe que el Che fue apresado un día
y asesinado al otro.
¿Qué se pretende o qué se gana con seguir presentando hechos
como mal dicta la costumbre, y no como acontecieron? ¿Por qué quitarle un día
de vida al guerrillero, aunque fuera como no quisiéramos recordarlo, agónico y sufrido?
A fin de cuentas, le dispararon y no vaciló; le cerraron
los ojos y aún parece ver lo visto; le callaron la voz y habla; le cortaron las
manos y empuña un rifle, escribe; lo enterraron
donde muy pocos supieron y el destino lo desenterró.
Sobre el Che no vale cambiar nada. Según fue, vivió y murió
una vez, pero revive siempre.