Los recuerdos pueden ser como arrullo de olas. Es una sensación que debo al mar, una y otra vez en mí cuando pienso en lo más hermoso del lugar donde nací, me encuentre donde me encuentre, tenga el ánimo que tenga, o necesite ubicar un paisaje en la memoria.
En mi inconclusa alianza con el océano puedo concebir el idilio de un niño que cuando perdió el mayor temor a las olas jugaba sonriente con el agua, tendía a exponerse demasiado al sol y veía aquellos instantes como la felicidad que siempre hubiera deseado.
Niñez y felicidad son principio y fin, una por constituir un estado de gracia, la otra por ser meta suprema de la existencia que llamamos vida, y que el mar reproduce con notables dinamismo y contraste.
Cuando escucho desde mi casa las olas proyectarse contra la arena sé dónde existo. De los rompientes en la playa Caribe me separa un kilómetro, pero cuando cae la noche y cesan los ruidos siento un proceso que sé simultáneo en muchas partes y asocio a la imagen más vívida de Baracoa.
Creo que a Cuba también la descubrí en el océano. Imaginar este archipiélago sin la gran masa de agua en apariencia azul que la rodea es ya imposible, y pensar en los que se valen del mar me remite lo mismo a bañistas que a pescadores con embarcaciones minúsculas, cuando no a marineros o a quienes quieren dar un vuelco radical en su destino.
Hoy están fuera de este país muchos de mis compañeros de aula universitarios. “¿Qué les pasó?”, me pregunto. “¿Qué nos pasó?”, me respondo, para no dejar en solitario su decisión de partir.
Uno de ellos escribió desde Alemania que lo que más extraña de La Habana antes compartida es el mar. Otra, desde Canadá, dijo que el malecón, y sus experiencias profesionales en la radio. Pero, más allá de la identificación con ambos, y de la nostalgia, a mí me duele el mar de otra forma.
Lamento que también sea escenario de tantas tragedias entre quienes lo creen vía destino Norte y nunca llegan. En lo particular, sentir por el indescifrable número de paisanos destrozados por dentelladas de tiburones, ahogados o interceptados por guardacostas de una u otra orilla mientras viven un sueño hecho aventura quizás no me haga más cubano, ni más humano. Pero me hace, y eso basta.
El mar y la forma en que se muestre es un mito recurrente. Si está fiero como león, aterra; si ondulante sin preocupar, apacigua; si manso como paloma, sublima.
Para mí, vivir sin el mar no me hubiera hecho quién soy. Eso explica que aún donde resido, con tanto verde también a la vista, a veces creo que pienso en azul.