domingo, 22 de diciembre de 2013

Teresita: todo un reino

Ahora que Teresita Fernández no está al alcance me voy hasta la casa donde hace 18 años descubrí con ella un verdadero reino.

Cuando la visité poco antes de graduarme me deslumbró la modestia con que vivía una mujer cuya fama la había hecho merecer mucho, menos el deseo de poseer grandes cosas.

Mi compañera de tesis de grado y yo habíamos buscado a aquella juglar que en Cuba le cantaba como nadie a los niños, sin imaginar que las composiciones nacían de imágenes de las más sencillas vivencias.

Así supimos de su infancia en las montañas, de la mirada al mundo fascinada por la naturaleza que poblaba su mente, de la vocación por el magisterio que la hacía autotitularse una maestra que canta.

En Santa Clara creció su humildad, quizás heredada de un hombre que a falta de recursos le regaló a la amada un cocuyo metido en una botella para que iluminara las noches.

También por el padre conoció Teresita las violetas mejor retratadas luego en la cancionística cubana, aquellas sembradas en una palangana vieja que vi en el patio de su casa en La Habana.

Nuestro imaginado diálogo ya era una larga conversación, interrumpida por perros de fuerte olor que movían la cola hasta lanzarse sobre las piernas del visitante, mientras los gatos caminaban por los palos bajo techo de un inmueble a simple vista necesitado de reparación.

A quien menos parecía importarle ese ambiente era a la entrevistada, ajena a las formalidades lo mismo que a la comodidad, al punto de que había donado un carro asignado por el Estado y vivía sin teléfono, instada a comunicarse con los demás "por señales de humo", como solía decir.

La sensación de burbuja del hogar de la trovadora en medio de construcciones de concreto y bullicio exterior era tan disfrutable que por momentos costaba marcharse de un sitio casi escondido tras una cerca de alambre cubierta en parte por coralillos floridos.

Atrás quedarían la pasión de una conversadora incansable, la abundancia de referencias martianas, la idea del bienestar de hacer por lo demás, la convicción de que hay belleza donde quiera encontrarse, sin importar que otros no la vean.

De todas maneras, al salir, se sentía como un halo sobre la cabeza hasta la hora del sueño.

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