Ahora que Teresita Fernández no está al alcance me voy hasta la casa donde hace 18 años descubrí con ella un verdadero reino.
Cuando
la visité poco antes de graduarme me deslumbró la modestia con que
vivía una mujer cuya fama la había hecho merecer mucho, menos el deseo
de poseer grandes cosas.
Mi compañera de tesis de grado y yo habíamos buscado a aquella juglar que en Cuba le cantaba como nadie a los niños, sin imaginar que las composiciones nacían de imágenes de las más sencillas vivencias.
Así
supimos de su infancia en las montañas, de la mirada al mundo fascinada
por la naturaleza que poblaba su mente, de la vocación por el magisterio
que la hacía autotitularse una maestra que canta.
En Santa Clara
creció su humildad, quizás heredada de un hombre que a falta de
recursos le regaló a la amada un cocuyo metido en una botella para que
iluminara las noches.
También
por el padre conoció Teresita las violetas mejor retratadas luego en la
cancionística cubana, aquellas sembradas en una palangana vieja que vi
en el patio de su casa en La Habana.
Nuestro
imaginado diálogo ya era una larga conversación, interrumpida por perros
de fuerte olor que movían la cola hasta lanzarse sobre las piernas del
visitante, mientras los gatos caminaban por los palos bajo techo de un
inmueble a simple vista necesitado de reparación.
A quien
menos parecía importarle ese ambiente era a la entrevistada, ajena a las
formalidades lo mismo que a la comodidad, al punto de que había donado
un carro asignado por el Estado y vivía sin teléfono, instada a
comunicarse con los demás "por señales de humo", como solía decir.
La
sensación de burbuja del hogar de la trovadora en medio de
construcciones de concreto y bullicio exterior era tan disfrutable que
por momentos costaba marcharse de un sitio casi escondido tras una cerca
de alambre cubierta en parte por coralillos floridos.
Atrás
quedarían la pasión de una conversadora incansable, la abundancia de
referencias martianas, la idea del bienestar de hacer por lo demás, la
convicción de que hay belleza donde quiera encontrarse, sin importar que
otros no la vean.
De todas maneras, al salir, se sentía como un halo sobre la cabeza hasta la hora del sueño.

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