No era un animal que despertara simpatía en el zoo de Baracoa.
En principio, ese afecto lo ganaban el choncholí emplumado de blanco que nadie podía concebir hasta verlo; el almiquí,
por extraviado y exótico; los leones y los monos, quizás los seres más
populares de los parques cubanos destinados a la exhibición de animales.
El
rinoceronte, en cambio, resultaba por su tamaño y porte un ser
singular, como lo eran el hipopótamo y los avestruces que por primera
vez podían verse aquí delante de uno.
Pocos imaginaron que un individuo de ese tipo tendría un espacio en la zona escogida en Baracoa para completar el sueño de Anfiloquio “El Rubio” Suárez de que tuviéramos un lugar donde contemplar la fauna en un ambiente lo más natural posible.
El
Rubio había donado casi todos los animales que tenía en el patio de su
casa en La Poa, como preámbulo del ansiado suceso de que hubiera en un
recóndito municipio de Cuba un zoológico “con todas las de la ley”.
Allí
estaba el rinoceronte, con su gran masa, su gruesa piel gris y ese
imponente cuerno causante de que los semejantes sean perseguidos por
cazadores furtivos con supuestos intereses medicinales, o reales fines
comerciales.
El
polvo de cuerno de rinoceronte es vendido en Asia más caro que el oro o
el petróleo, gracias a la errónea creencia popular de que mezclado con
alcohol baja la fiebre, elimina sustancias tóxicas del cuerpo, potencia
el sexo y hasta cura el cáncer.
Con
aires así, fuentes fidedignas refieren que solo en Sudáfrica se
perdieron 700 de estos mamíferos el presente año, y el riesgo de
extinción se ha disparado.
En
todo eso pienso mientras avivo la impresión en mí del paquidermo que
inspiró esta crónica, y para mi asombro, acabo de saber que el
rinoceronte que creí ver en el zoo de Baracoa, nunca existió.
