lunes, 22 de septiembre de 2014

El rinoceronte que yo conocí

No era un animal que despertara simpatía en el zoo de Baracoa

En principio, ese afecto lo ganaban el choncholí emplumado de blanco que nadie podía concebir hasta verlo; el almiquí, por extraviado y exótico; los leones y los monos, quizás los seres más populares de los parques cubanos destinados a la exhibición de animales.

El rinoceronte, en cambio, resultaba por su tamaño y porte un ser singular, como lo eran el hipopótamo y los avestruces que por primera vez podían verse aquí delante de uno.

Pocos imaginaron que un individuo de ese tipo tendría un espacio en la zona escogida en Baracoa para completar el sueño de Anfiloquio “El Rubio” Suárez de que tuviéramos un lugar donde contemplar la fauna en un ambiente lo más natural posible.

El Rubio había donado casi todos los animales que tenía en el patio de su casa en La Poa, como preámbulo del ansiado suceso de que hubiera en un recóndito municipio de Cuba un zoológico “con todas las de la ley”.

Allí estaba el rinoceronte, con su gran masa, su gruesa piel gris y ese imponente cuerno causante de que los semejantes sean perseguidos por cazadores furtivos con supuestos intereses medicinales, o reales fines comerciales.

El polvo de cuerno de rinoceronte es vendido en Asia más caro que el oro o el petróleo, gracias a la errónea creencia popular de que mezclado con alcohol baja la fiebre, elimina sustancias tóxicas del cuerpo, potencia el sexo y hasta cura el cáncer.

Con aires así, fuentes fidedignas refieren que solo en Sudáfrica se perdieron 700 de estos mamíferos el presente año, y el riesgo de extinción se ha disparado.

En todo eso pienso mientras avivo la impresión en mí del paquidermo que inspiró esta crónica, y para mi asombro, acabo de saber que el rinoceronte que creí ver en el zoo de Baracoa, nunca existió.